Unos valores que identificamos con la democracia representativa y con sociedades abiertas que tienen su fundamento en la libertad individual, la igualdad y la dignidad de las personas; en definitiva, con democracias liberales que creen en la división de poderes y el equilibrio entre los mismos, en la independencia de la justicia, en el pluralismo político, en la libertad de expresión, en el respeto a las minorías y en las garantías necesarias para evitar la arbitrariedad de los poderes públicos sobre la sociedad y sus integrantes. Estos valores se plasman, en el ámbito económico, en la economía social de mercado basada en la libre iniciativa privada y en el plano internacional se corresponden con un orden multilateral y cooperativo para la provisión de bienes públicos globales, desde el libre comercio, al medio ambiente y, por supuesto, la paz, con respeto al derecho internacional y a los derechos humanos.
Durante décadas estos principios han propiciado el desarrollo global de la libertad, la prosperidad y la paz, mejorando así la vida de millones de personas en todo el mundo. Hoy, sin embargo, se enfrentan a retos muy ambiciosos a los que deben dar respuesta.
El nuevo escenario geopolítico y estratégico difiere mucho del que marcó la segunda mitad del siglo XX; el cuestionamiento de la hegemonía occidental bajo el liderazgo de una única superpotencia es evidente. China ambiciona sustituir a Estados Unidos como gran potencia global del planeta y la tensión entre esos dos gigantes ha abierto una oportunidad para que otros actores como Rusia, Irán o Turquía puedan jugar un papel mucho más relevante en el escenario internacional. Estamos muy lejos del escenario del “fin de la historia” que pronosticaron hace algunos años quienes certificaron la victoria de Occidente en la Guerra Fría.
Por el contrario, lo que parece abrirse ante nosotros es un escenario de declive de Europa e incluso de Occidente y, en consecuencia, de la fortaleza y el atractivo de sus valores para el conjunto del concierto internacional de naciones.
Nos encontramos en paralelo con una revolución tecnológica profundamente disruptiva que hemos convenido en llamar “digitalización”. Es un cambio lleno de oportunidades ni tan siquiera imaginadas, pero también implica desafíos muy exigentes.
Ese es el reto que hoy afronta el nuevo humanismo: que la tecnología no se convierta en un instrumento de control y dominio de la sociedad por parte de poderes -públicos o privados - de naturaleza no democrática. Igualmente debemos hacer un esfuerzo para minimizar los daños que esta nueva revolución tecnológica, unida a otros fenómenos como la globalización, puede generar entre amplias capas de la sociedad. El reparto desigual de la riqueza, el alto endeudamiento público y la grietas que abre en la solidaridad intergeneracional, el empobrecimiento de las clases medias y la pérdida de elementos de movilidad social nos obligan a repensar y renovar el contrato social que garantizó la cohesión de nuestras sociedades occidentales desde el final de la II Guerra Mundial hasta nuestros días.
A todo ello se une la amenaza que desde dentro de estas mismas sociedades democráticas supone la proliferación de grupos y líderes populistas y nacionalistas que se nutren de todas estas incertidumbres para poner en cuestión principios y valores democráticos hasta ahora firmemente asentados.
La democracia liberal y sus principios se ven cuestionados por quienes apelan al nacionalismo frente a la globalización, a la xenofobia frente a los fenómenos migratorios, al populismo frente a las instituciones y a la identidad como único argumento de debate político.